Richard Wagner. Fotografía: Corbis.
Alguien me ha dicho en el momento en que la narración de la música se distribuye en 2 periodos: antes y tras Richard Wagner. Esta afirmación, que pretendía ser una declaración de amor tanto o mucho más que una sentencia catedrática, siempre y en todo momento me ha llamado la atención por el hecho de que semeja cerrar parte de verdad. Cuando menos se puede decir que parte importante de la música posterior a Wagner suena claramente wagneriana, comenzando por las bandas sonoras de incontables películas que todos vimos. Pero alén de ese comentario, hay algo indudable: Wagner conocía íntimamente los misterios de la música y en los más destacados instantes su trabajo llega a parecer prácticamente sobrehumano. Si bien muchas personas identifica a Wagner con el nacionalismo alemán de resultado nefasto, con los delirios raciales de Aldolf Hitler y los siguientes rechistes de Woody Allen, la verdad es que singularmente sus óperas poseen varios de los pasajes musicales mucho más hermosos que he escuchado jamás. En una sola obra, Wagner puede pasar de parecer monolítico y prácticamente indigestible a parecer cubierto de una aureola divina. A mí, en lo personal, me agradan varios de sus extractos instrumentales (prólogos, marchas, etcétera.) y su celebérrima Cabalgata de las Valquirias, por mucho más conocida que sea entre el público general, es solo la punta del iceberg y ni tan solo la mejor de las muestras de su genio. Hete aquí ciertos pasajes musicales que me resultan especialmente sorprendentes; podrían haberse añadido otros, pero lo verdaderamente esencial es buscar el instante para cerrar los ojos, hundirse en ellos y conocer que Richard Wagner llegó a atisbar el apogeo de la Creación, traduciéndolo a nosotros , pobres fatales, con apariencia de notas musicales.
Composición
La sección primera de la obra muestra una sucesión de pausados pactos en lo grave que evocan el sonido funesto de las campanas en procesión. La mano derecha se aúna a este material definiendo el solemne tema, poco creado.
Una modulación inmediata al por mayor da sitio a una armonía ascendiente de carácter heroico, una elegía el finito que próximamente se rencuentra, tras unos cuantos trinos a la izquierda, con la obscuridad del tema inicial que de a poco es desvanece.
En la parte media de la Marcha sucede un contraste asombroso. En un solo compás el movimiento va de un ámbito obscuro a una cálida y tranquilidad canción de cuna de hermosura melódica deslumbrante. Indudablemente una sección de consuelo para llevar a cabo olvidar la escucha de la existencia de la desaparición hostigando de cerca. No obstante, este rayo de promesa próximamente es salvajemente arrollado con el regreso del primer tema, que acaba con una cadencia que languidece dejándonos solo en un espeso silencio.
I. Música religiosa
Desde las primeras misas de las que contamos perseverancia en el siglo I, este género evolucionó tomando cantos y ritos esencialmente de las ceremonias mozárabe, galicana, bizantina… Se estableció terminantemente en el siglo VI-VII con la implantación del Gregoriano. La misa es la primordial de las formas rituales del rito católico. La manera de hoy, resultado de varias evoluciones pero no tan diferente a la primitiva de hace 2000 años, está fundamentada en la distinción entre el Propio, que incluye las partes cambiantes según la festividad (Introit, Gradual, Aleluya, Ofertorio y Comunión) era mucho más refinado y se encontraba designado a ser cantado por expertos, como una Schola o afín, y el Ordinario, o partes inamovibles que siempre y en todo momento están ahí (Kyrie, Gloria, Credo, Sancto-Benedict y Agnus Dei), que sería cantado por los propios frailes o por exactamente el mismo pueblo.
En el siglo XI se comenzó a emplear contenidos escritos nuevos, preferentemente en verso, a los que se ponía música supuestamente gregoriana y con un principio de polifonía como algo en fase de prueba. La musicalización completa del Ordinario tratada polifónicamente y de manera autónoma y orgánica data del siglo XIII. Se estima que el primero en crear una misa en ese estilo fue Guillaume de Machaut. En el siglo XV hace aparición la misa con Cantus Firmus (basada con un canto Gregoriano), con lo que le adjudica una unidad temática indispensable, algo que se habían planteado siempre y en todo momento los músicos.