Frente todo fue Libia. Los chicos y yo nos reuníamos en nuestra calle de Trípoli a lo largo de las horas ociosas de la tarde. El sol proseguía inexorable, cuya intensidad parecía acrecentar al bajar. Temías perderlo, tal y como si fuera viable que el sol no volviese a levantarse mucho más. Una de esas tardes, entre los chicos ha propuesto que dibujara algo. Me lo solicitó pues terminaba de localizar un óptimo palo en entre los solares de nuestra calle. Era un palo largo, angosto y fuerte, que generaba un bello silbato en el momento en que le agitaba en el aire. «Venga, cualquier cosa», ha dicho. Sintiendo la atención del resto, enseguida dibujé en la arena el mapa de este país: un cuadrado con la línea ondulada de la costa septentrional. Los chicos afirmaron que no se encontraba bien. Me había olvidado del peldaño donde, en el sureste, Sudán recorta un rincón; y la curva serpenteante de nuestro Mediterráneo, donde el mar saca la lengua a Brega, tampoco me había quedado realmente bien. Esto fue un par de años antes que se marchara de Libia, y no volvería a conocer Trípoli ni nuestra calle en treinta y tres mucho más.
Tenía siete años entonces. Ámbas cosas en las que resaltaba eran extrañas y también inspiraban mayor desconcierto que admiración entre mis compañeros. Podía nadar en el mar mucho más lejos de lo que ningún otro se atrevía, a tanta distancia que el agua se transformaba en un territorio diferente, gélido, con la área rugosa como el grano de la piedra, y las profundidades, en el momento en que abría los ojos bajo el agua, eran del negro azulado de una magulladura. Aún recuerdo la curiosa mezcla de temor y satisfacción que sentía al ver hacia atrás y ver que la tierra había desaparecido. Por más que pateaba para alzar el torso sobre el agua, no llegaba a conocer la costa ni a mis amigos. Ellos comenzaban a nadar tras mí, pero tras chillar: «Hisham, andas orate», todos se quedaban atrás y daban media vuelta para regresar a la playa. Me quedaba allí solo y dejaba que la charla del mar, que subía y bajaba en olas suaves, me llevara. Si bien mi corazón resonaba y ahora absolutamente nadie podía verme, me retaba a mí aún mucho más: cerraba los ojos y daba vueltas hasta el momento en que perdía la orientación. Procuraba acertar dónde se encontraba la costa y comenzaba a nadar en esa dirección. Por alguna razón, jamás me equivoqué. Ni solo una vez.